Personas y personajes de Buenos Aires

Son gente que comparte con vos Buenos Aires. Los cruzaste en el ascensor hace unos días, la miraste, sin mirar, cuando esperabas el cambio de semáforo. Eran esos que se sentaron frente a tu mesa en el barcito. Gente que, como vos, pelea a diario la vida con un toque particular. Combinan las más variadas profesiones en un canto a la aventura de existir. Siempre están allí, cerca tuyo, sólo hay que animarse a conocerlos. Hoy te presentamos a uno de ellos.

“Decime, bandoneón, qué tango hay que cantar”

“Al fin y al cabo, somos lo que hacemos para cambiar lo que somos. La identidad no es una pieza de museo, quietecita en la vitrina, sino siempre la asombrosa síntesis de las contradicciones nuestras de cada día”.
Eduardo Galeano

“Muchacho del cafetín”

Las manos amorosas de su madre acomodaban, una y otra vez, la camisa que insistía en salirse de los “cortos”. Luego, con rápidos movimientos, se dedicaban a enderezar la rebeldía de unos mechones engominados. Mientras tanto sus ojos buscaban la mirada paterna. Don José, ese hombre sencillo, bien de barrio, asentía con un movimiento de cabeza desde la mesa del fondo. Entonces Gustavo caminaba resuelto hasta el improvisado tablado, se paraba en la silla, bien derecho, como le había enseñado la vieja. y de a poco el aire de la cantina se iba poblando de tangos. De esos tangos que fueron su canción de cuna, que lo acompañaron de cerca en su infancia, allá en Santa Fe. Tangos del polaco Goyeneche que sonaban por horas en el Winco de su casa y él se empecinaba en aprender. Entre aplausos y sonrisas los parroquianos disfrutaban aquella voz tanguera que venía en envase chico, al tiempo que los Schujman también disfrutaban la cena con que los dueños del boliche compensaban al artista y su familia. Y sí, los tangos se oían a menudo en casa de los Schujman, los tangos y los poemas que tanto le gustaban a Marga, y la ronda de amigos, infaltable en los viernes provincianos. Siempre había un lugar para que “el pibe” cantara unos tanguitos. El escritor Juan José Saer, el Coco y Don José, se trenzaban en duelo de canciones, de sueños y poemas. Era gente simple, “la gente del laurel” -diría Tejada Gómez- Compartían ideales, nuevos mundos por venir, más justos, donde los hijos pudieran vivir mejor. Don José tenía la voz ronca, las manos amigas del abrazo y una sonrisa de pan. Juntos, padre e hijo, se sentaban a ver boxeo. Eran épocas de grandes pugilistas, de Nicolino y Monzón. Precisamente, el campeón de los medianos vivía en la misma cuadra que Gustavo. Siempre lo veía pasar. Una tarde de domingo, su desparpajo de cantor incipiente le permitió presentarse ante Carlos Monzón. “Sabés, yo canto tangos” – le chantó- y ante el asombro general el purrete se largó con las primeras estrofas de “Sur” y de improviso se armó una función para la barriada. Tenía apenas siete años.

“Trago amargo”

Después vinieron malos tiempos para todos. La promesa de buenaventura que los había traído desde la Capital se fue desmoronando, lo mismo que el ánimo de José. El viejo escondió su bronca en el faso y en el vino. Otra vez, juntos padre e hijo, recorrían los bodegones, ante la queja de Marga. “No lo llevés al chico, eso no es para él”. Pero para Gustavo compartir esos atardeceres melancólicos marcaron profundamente su vocación por la música de Bs. As. Aún escucha, bajito, la voz rota de su padre resonando penas, entre acordes de improvisados fuelles.
Con la vuelta a la Capital de a poco las cosas se fueron acomodando. Marga y el viejo siguieron peleando el mango, cultivando amigos y dando su tiempo para los ideales de siempre.

“Yo aprendí filosofía…”

Gabriel, el mayor de los tres hermanos Schujman, se fue a recorrer el mundo, buscando buenos aires para un clima que aquí, se iba enrareciendo cada vez más. En tanto Gustavo, se decidió por ingresar a la facultad. Y como el muchacho del cafetín porteño quiso acercar la filosofía del café a la de los claustros. “Un tanguero como yo no podía estudiar otra cosa que no fuese filosofía” –se lo escuchaba decir. Laburo y estudio. El encuentro con Daniel, otro loco del tango, le permitió seguir conectado con su música. Se presentaron en peñas del Centro de Estudiantes y bares porteños. Entre exámenes agotadores, espantaban el cansancio inventando tangos burlones que hacían referencia a teorías filosóficas. ¡Cómo se vería Kant en ritmo de milonga! Además de ganar las sonrisas de los profesores, lo que sí se aseguraban eran encuentros románticos con las chicas que asistían al recital. La música daba para todo. También recibieron la propuesta de un agente cultural para que el dúo tanguero de jóvenes humoristas actuara en Flores y en otros barrios. En fin, los proyectos se iban dando, no sin esfuerzo, pero con ciertas satisfacciones hasta que la vida volvió a entrar en un cono de sombras.

“El último café”

Puede que tanto tango se le haya metido en el cuore. Puede que el faso le haya envuelto las ilusiones. Puede que tantos años de guardar sueños, de despedir amigos sin despedida, con los dientes apretados lo hayan consumido de a poco. La pena de Malvinas fue la última. No pudo resistir ver a esos chicos embarcados en el absurdo. Chicos como los suyos que hacía poco habían terminado el servicio militar. Los discursos amnésicos y esa sensación de que la pesadilla no iba a terminar más, que otra vez, urgando en la galera, encontrarían excusas para retacearnos la democracia. Y una tarde del 82 el viejo se tomó el último café.
Gustavo herido de soledad, entendió que ahora tenía que buscar su propia voz. Pero la vida lo puso frente a otras cuestiones. Había quedado a cargo de la casa. Martín era chico todavía, Gabriel estaba lejos y la pobre Marga sola no podría. Como un legado el dueño del negocio donde trabajaba su viejo le reservó el puesto a Gustavo. Una jornada larga, interminable de trabajo y después a estudiar. Las cosas no daban para el canto, que fue quedando como un recuerdo, grato recuerdo de juventud.

“Cómo se pianta la vida”

Para no ahogarse de rutina se le dio por estudiar teatro. Fue allí entre bambalinas, donde conoció a su gran amor. Después vinieron los hijos, como otro legado fueron Ariel, Federico y Hernán los nuevos hermanos Schujman. Gustavo se recibió de Profesor y Licenciado en filosofía y comenzó su carrera docente. Trató de volcar su experiencia en una serie de libros que tuvieron gran aceptación en los ámbitos de educación media y superior. “Vos sos Schujman, el de los libros de ética?” -apuntaban entre admirados y curiosos los docentes de los talleres que Gustavo dictaba en el interior del país. Entonces a su profesión se le sumó otra, la de escritor. Nada convencional busca los bares más desconocidos de la ciudad como escenario para sus reflexiones filosóficas que va tecleando en su PC portátil. “Al principio necesitaba salir de casa para evitar el bullicio de los chicos, después le tomé el gusto a escribir mirando el paso de la gente”- se justifica.
En 1998 llegó el ofrecimiento para gestionar un área del Ministerio de Educación de la República Argentina. A medida que aumentaban las responsabilidades el tango se perdía en su memoria entre papeles, viajes y reuniones. Quedaba sólo para ese espacio íntimo de los largos periplos por el interior. Llenaba las horas de ruta tarareando, por lo bajo, sus tanguitos preferidos, sólo para él.

“Volvió una noche…”

Y si algo insiste en lo humano es el destino. Orada defensas, derriba compuertas para que, finalmente cada uno de nosotros pueda encontrarse frente a frente con lo que es. Tenía que ser lejos de la tierra de uno. Precisamente en el 2000 sus funciones en el Ministerio lo llevaron a Uruguay para participar de un Encuentro Iberoamericano de Educación en Valores. “Las autoridades de educación uruguayas nos agasajaron con una cena a todos los participantes. Allí tocaba una orquesta de tango”- recuerda Gustavo. Ya entrada la velada fue el animador del local quien tiró el guante: “A ver quién se anima a cantar alguna cosita”. Fue entonces que algo de adentro, quizás la voz ronca de José, lo llevó hasta el escenario. En cada paso que daba volvían las emociones, los recuerdos, el placer que desde chico le provocaba cantar. No era la cantina de la calle Monroe, ni el “Galpón de los artistas” de Santa Fe, sin embargo sobre el escenario estaba aquel chico hecho en tangos por Marga y José. Salió “La última curda”, como dictada por un corazón, ahora asentado con los años, más sereno en clave filosófica. Con la filosofía pudo entender mucho más la esencia del tango, su estética. Y vino la ovación, cerrada, sostenida, que lo despertó del sopor. Y el pedido insistente: “otra”, “otra” que lo animaba a más, a develar su alma de tanguero.

“Uno busca lleno de esperanzas…”

De regreso a Buenos Aires buscó contactos para tomar clases de canto. Roberto Yanés fue su maestro. “Junto a Pablo Zapata comenzamos a ensayar en serio, hicimos un demo que fue circulando entre amigos y contactos. También, las presentaciones en “El taller”, “Un gallo para Esculapio” y “Las Cortaderas”. Finalmente lo llamaron de un sello discográfico para proponerle hacer un disco. Así nació “Empinao” (ver recuadro). Con las capacitaciones en Ciudad de Bs. As, sucedió algo interesante. Una vez que finalizaban los cursos, las coordinadoras de cada Centro le pedían a Gustavo, el filósofo del tango, que le regalase a los alumnos un tiempo de canciones y reflexiones filosóficas. Así después de cada semestre, se ve al adusto profesor, al que asombra con sus construcciones de pensamiento tomar el micrófono e invitar al público a entonar juntos, como suele definirlos, unos “poemas cortos que cantan”.

Encanto del varón que
con su melodía encanta,
como los viejos relatos.
Y descubre el velo de otros tantos
encantamientos
para que las almas
de Buenos Aires emigren
montadas en sí sostenidos
hacia otros horizontes
siempre melodiosos.
… ? …

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