Hay fechas que no necesitan recordatorio. Viven en la piel del pueblo, en el temblor de una bandera al viento, en la lágrima silenciosa de una madre, en la mirada firme de un excombatiente que todavía camina con el alma en la trinchera. El 2 de abril es una de esas fechas. Una herida abierta que, más allá del dolor, late con orgullo.
Hace 42 años, miles de jóvenes argentinos se enfrentaron a lo impensado. Dejaron sus casas, sus afectos, sus vidas en pausa, para vestir un uniforme y partir hacia el sur más austral, sin saber si volverían. Muchos de ellos no sabían cómo se libraba una guerra. Pero lo que sí sabían –y sentían– era que su patria los necesitaba. Y allí estuvieron.
Combatieron con frío en los huesos, con el estómago vacío, con miedo, sí, pero también con una valentía que no cabe en palabras. Peleaban por defender lo que creían justo, por sostener el suelo de la historia con las manos desnudas. Algunos no volvieron. Otros lo hicieron con el alma hecha pedazos. Pero todos, absolutamente todos, fueron –y son– héroes.
Las Malvinas, más que un territorio, son una emoción. Son el abrazo que no llegó a tiempo, el nombre que se lee en un cenotafio, el recuerdo vivo en la voz quebrada de un compañero. Son la canción que suena en cada acto escolar, la flor que se deja junto al monumento, el silencio respetuoso de un pueblo que, al fin, entendió.
Hoy los vemos marchar, con las mismas botas gastadas, con las mismas historias que repiten año tras año, no por costumbre, sino por necesidad. Porque recordar es también sanar. Porque contar lo vivido es una forma de mantener con vida a los que se quedaron allá, bajo la lluvia helada, custodiando nuestras islas con su último suspiro.
La guerra fue injusta, cruel, desigual. Pero la memoria debe ser luminosa. Debe rescatar el coraje, la entrega, la dignidad. Malvinas no puede ser solo dolor. Debe ser también enseñanza, compromiso, verdad. Debe ser el ejemplo de que el amor a la patria puede ser tan inmenso como el mar que rodea nuestras islas.
Este 2 de abril, encendamos una vela en el corazón. No por nostalgia, sino por gratitud. No para llorar, sino para recordar con respeto. Porque nuestros héroes no necesitan estatuas. Viven en cada argentino que no los olvida.
Malvinas nos duele, sí. Pero también nos enorgullece.
Y mientras haya quien los nombre, los héroes vivirán para siempre.