Alvaro Yunque

De los escasos diez tomos de la colección Los Nuevos, publicados por la Editorial Claridad entre 1924 y 1928, sólo dos estaban dedicados a la poesía: Versos de la calle de Alvaro Yunque y Versos de una… de César Tiempo. Versos de la calle fue publicado en 1924 y tuvo una tirada inicial de 20.000 ejemplares. ¡Otros tiempos y otras metas! Un libro que caminó a sus anchas haciéndole honor al título. Un libro que inauguró una nueva forma de concebir la poesía en un medio deslumbrado por la suntuosidad modernista.

La poesía de Yunque, síntesis interpretativa de los conflictos y tensiones de los que laburan, de los postergados y humillados, es comprensión. Y tal comprensión es infrecuente. Su lectura consiste en hacernos reparar en todo aquello que nos afecta y que no tiene condición manifiesta para la inmensa minoría, para los que siguen de largo.
Lo que se denomina espíritu burgués, con todas sus normas y principios inamovibles, con la supervaloración de la hipocresía como norma de convivencia, ha sido siempre el blanco predilecto de toda su obra. En sus poemas y en sus cuentos encontraremos siempre su verdad, que era la verdad de quien quería para sus semejantes, ante todo y sobre todo, un mundo mejor.
Ni el materialismo dialéctico, ni su predilección por los pensadores rusos, le impidieron a Yunque tener preocupaciones estéticas y sentirse, y ser, un auténtico poeta del pueblo antes que un militante político.
Aunque perteneció a una familia católica y en su casa paterna había un altar en el que se rezaban novenas a San Roque con asistencia de vecinos, él prefirió después la religión de la justicia a la de los dogmas.
En su auténtica condición de lírico, Alvaro Yunque fue siempre el feliz habitante de una zona humana y geográfica abierta a la poesía.
Como escritor, supo calar hondo en el alma de nuestra ciudad, la que no siempre es esencialmente amiga de los sueños, ni demasiado proclive a dar albergue cálido a las ilusiones, al menos en sus sectores fenicios que hoy lamentablemente son los más.
Su obra, seriamente estudiada en universidades extranjeras, nos habla de alguien que supo ser un clásico en vida sin que se le piye la musa.
Abarcó todos los géneros, desde la poesía hasta el cuento, desde la historia hasta la novela, desde el teatro hasta la crítica y el ensayo, en una vasta obra que fluyó como copioso río, hasta sus últimos días, en los que tuvo el único contratiempo que habría de impedirle seguir escribiendo.
Una de las constantes que hallamos en sus cuentos es que la trama nunca es artificiosa ni arreglada y las cosas suceden como en la vida real. Yunque no usurpa su papel al destino, y deja que a los personajes les sucedan los hechos como en la vida misma. Es en los diálogos donde, con frecuencia, emergen sus propias creencias y opiniones.
Siente que la sociedad es injusta y está asentada sobre leyes e instituciones inmorales. El triunfador es el audaz y el astuto. Por eso su simpatía está con los débiles y con los que sufren, y los protagonistas de sus cuentos son los enfermos y los heridos por la sociedad. Su ideario es doloroso pero esperanzado.
Con ojos piadosos, sensibles, se aproxima a las penas, a las tragedias familiares de seres sencillos, compenetrados de una esencial mansedumbre que los hace mirar el dolor frecuente y la dicha fortuita con resignada indiferencia. Su modo de decir y callar lo cercano, lo que envuelve a las costumbres y a las miradas, perdura en sus relatos con un temblor, tenso o apacible, de comunicativa ternura. Yunque conocía y amaba la ciudad, sus gentes, sus barrios, las casas modestas, los personajes del sainete y del grotesco.
El arte no es un “juguete divino”, solía decir. “El arte es acción y es herramienta”. Y agregaba: “El arte, si no está humanizado por una fe, sólo es una copia de la naturaleza. El “arte puro”, el “arte por el arte”, repite lo que en la naturaleza ya está hecho, y bien”. “El artista no ha venido a contemplar sino a vivir”. Y él no ha sido precisamente un contemplador, sino un hombre de acción en su oficio literario, entendido como incesante trabajo sin pausa y a veces, sí, con prisa.
A lo largo de toda su vida encarnó como pocos el sentimiento profesional del escritor que no aspiraba a otra cosa que a la poesía.
Pero volvamos a lo que decíamos más arriba: el poeta refleja un hecho de su época –hasta podría decirse “cotidiano”– y le da una validez universal, ya que en todo tiempo y en todo lugar hemos visto, vemos y veremos, ese nefasto aspecto de nuestra naturaleza, que consiste en hacer leña del árbol caído (aun injustamente caído), mientras la palabra “piedad” suena anacrónica.
Yunque, laureado oficialmente en 1926 por Barcos de papel, recibió cincuenta años después, el premio Aníbal Ponce. Era como si con ello se lo estuviese recompensando por un injusto silencio que no impedía la admiración y el respeto, aún de aquellos que no ocupaban sus trincheras estéticas o políticas, lo que igualmente ocurrió al serle otorgado el Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores en 1979.
Gran parte de la crítica, interesada principalmente por las ideas que Alvaro Yunque expresa en toda su obra, ha pretendido sacar de ella una concepción filosófica del mundo como si se tratase de un escritor meramente activista.
Toda obra poética se apoya en una visión de la realidad –ya sea ésta interior o exterior– que contiene más o menos expresa una “filosofía”. En el caso de la de Yunque, el hecho resulta más que evidente. Pero esos intentos de descubrir en sus poemas y en sus cuentos lo que éstos pueden tener de filosóficos nunca deben llegar, en mi opinión, al extremo de bandearse y hacernos perder de vista al lírico que fue.
El amor sigue siendo niño, un libro prohibido en 1978, al que la Junta de Estudios Históricos de Boedo volvió a dar luz verde, con el agregado de una yapa de dos cuentos inéditos, no es otra cosa que un canto al despertar del amor, a los primeros brotes, en un período de la vida, a menudo repleto de tribulaciones y bienaventuranzas, que llamamos adolescencia. En él, Yunque nos dice que Eros sigue siendo cándido, sigue siendo niño y sigue creyendo que belleza es sinónimo de perfección. Y podemos agregar, después de su lectura, que Eros, hijo de la abundancia y la pobreza, no sólo despliega su juego sublime y alegre a favor de la vida, sino que, también, le confiere al hombre el privilegio de contar con otras realidades surgidas de su corazón y de su espíritu.
Alvaro Yunque, nacido en la ciudad de las diagonales el día de la Bandera de 1889, perteneció a la generación literaria del 22 y fue uno de los integrantes más representativos del grupo de Boedo. Fue, también, uno de los primeros poetas de la calle, un maestro de cuentos para niños, un defensor consecuente y fiel de sus ideas sobre política y sociedad que proclaman –por encima de todo– la dignidad del hombre, la libertad de pensar, el derecho de soñar, el privilegio de vivir. Escritor fecundo, de sólidos y consecuentes principios éticos sobre los que sustentó su largo itinerario de hombre y de ciudadano.
Nada hay en su literatura que no haya sido tomado de la realidad y que no haya conmovido su corazón. Razón y sentimiento, lucha y amor, estoicismo y dignidad. Ese fue Alvaro Yunque. Un maestro forjado en la vida, un poeta, un sereno patriarca de blanca melena, al decir de Marcela Ciruzzi. Un querido y recordado amigo al que he tenido la suerte de conocer siendo muy pibe (no él, sino yo: me llevaba toda una vida y muchos libros publicados). Tendría once o doce años (yo, no él) cuando leí “El árbol de Navidad”, un cuento en el que su protagonista, Quico, me abrazó el alma de tal modo, que ya el espíritu y el nombre del autor habrían de serme familiares. Después el destino, que fue bueno conmigo, me hizo darle la mano por primera vez en la Academia Porteña del Lunfardo. Fue en 1963 y desde entonces fuimos amigos y cofrades para siempre, como que los últimos versos rantes que escribió están en los tres sonetos que le pedí para incluirlos en una antología.
Cuando me los entregó me hizo esta confidencia: “De lo escrito por mí, lo que más quiero está escrito en lunfardo”.
En aquellos días, en compañía de los suyos y de algunos amigos, le festejamos los noventa años. Supe entonces que su gran secreto para combatir la vejez era muy simple: no pensar en ella, pues era de los que creía que el mejor tiempo es el que se vive.
Una de las facultades humanas que más nos condiciona e inquieta suele ser la memoria. Y él la tenía intacta. Solía recordar a todos sus amigos, entre los que Gustavo Riccio y Dante A. Linyera eran los más conspicuos.
Yunque vivía en el 8ª B (B de bueno) de Coronel Díaz 1782, rodeado de libros y de cuadros, entre los que recuerdo un Bruzzone y un Alonso que lo retrataban fielmente (ambos, poco después de su muerte, se perdieron en un incendio).
A ese domicilio concurrí, más de una vez, invitado por el autor de Barcos de papel, a comer “tallarines a la lunfarda” que él mismo cocinaba. Cuando le pedí la receta, se limitó a decirme que el secreto consistía en recitar “determinados versos rantifusos” durante la preparación de la salsa. Lo creí entonces, y aún hoy lo sigo creyendo.
Ahora, desde que cambió de barrio, Alvaro Yunque pasea por calles más altas que las de Boedo.